lunes, febrero 22, 2010

Capítulo desconocido de una novela incompleta

Día Soleado

Me sucedió hace unas semanas, 5 de Enero para ser exacto. Como cualquier historia poco común esta no inicia con un “Había una vez”, claro que no, eso solo sucede en las historias color pastel de Hoollywood o en algunos cuentos de los hermanos Grimm. Era día de Reyes y por alguna extraña razón a una de mis hermanas se le ocurrió comprar una rosca, unas botellas de refresco y llamar a cada uno de mis parientes del pueblo para hacer una mini-fiesta, en realidad celebrábamos más la gula que el esfuerzo hecho por aquellos tres extranjeros que siguieron una estrella hace ya muchos años. Les decía, la “fiesta” consistiría en pan y agua, algo austera pero lo que importaba era el efecto simbólico de reunión familiar que esta tuviera en las futuras generaciones ahí presentes, llámese sobrinas, primos, etc. Cuando nos dirigíamos al supermercado -porque he de decirles que mi pequeño pueblo ya forma parte del capitalismo y de los grandes monopolios de las cadenas de tiendas comerciales (!) - al recorrer las 4 cuadras que separan mi casa de dicho lugar pasé por una calle por la que vivía (lo escribo en pasado porque hasta ese momento no sabía si realmente seguía viviendo ahí) una ex-compañera de secundaria, le dije a mi hermana que hacía mucho tiempo no sabía nada de ella y que algún día me gustaría pasar a preguntar por ella, digo, mi comentario fue hecho al aire, y encerraba algo incierto cuando dije “algún día”. Al salir del supermercado, rosca en mano, nos dirigimos decididos a sacrificarla en aras del consumismo postnavideño. Cual va siendo mi sorpresa que al salir noté la pequeña figura de una joven de cabello chino, ojos un poco rasgados, chaparrita, con una sonrisa que hubiese visto dos veces sin dudarlo antes de seguir con mi camino, venía con su mamá, la miré, me miró, el recuerdo acudió a mi mente, mencionó mi nombre, mencioné el suyo con cierta incredulidad. Es increíble las cosas que suceden por esa palabra que dicen los que saben del destino y esas cosas se llama casualidad. Intercambiamos dos que tres frases, me echaron carrilla mis hermanas y su mamá acerca de la soltería de ambos, recuerdo algo así como que me iban a poner en una tanda para ver si me conseguían mujer, la señora dijo que gustosamente compraba dos boletos, pues que se habrán creído, que soy cosa fácil. No. Era martes, quedamos de vernos para platicar el sábado en la tarde.
Llegado el día fui verla a su casa. Me parece una verdadera tragedia que viviendo a dos cuadras de mi casa no la haya visitado desde hacía ya 6 años, bueno, ella tampoco hizo el menor esfuerzo lo que me hizo sentir menos culpable. Las horas transcurrieron volando, hablamos de los amigos de la secundaria, de cosas de la universidad, de los viejos y no tan viejos amores, de la genealogía y de lo “solterones” que estábamos, en comparación con el promedio de mis contemporáneos de la secundaria yo ya debía ir por mi segundo matrimonio o con mi hijo asistiendo a la primaria. Llegamos a un punto en el que yo tenía que cumplir mi cometido, el motivo por el cual había ido gustosamente a verla y era porque yo hacía muchos años, diez para ser exactos, tuve una pequeña historia con ella, cosa que por su parte desconocía. No quise hacer alusión a su nombre inmediatamente así que le empecé a contar una historia atemporal, ubicada en un espacio que bien podía ser un salón universitario, un patio de preparatoria, una cancha de secundaria. La historia empezaba así:

Recuerdo que hace varios años me gustaba una muchachita. Iba en mi salón, no sé la razón o motivo pero me atraía, realmente me gustaba hasta el grado que los pasillos de la escuela me parecían más espaciosos, más anchos, cosa que aún hoy no he podido justificar y comprender muy bien. Como buen puberto el tema de las mujeres era algo totalmente desconocido para mi, me hubiese sido más fácil estudiar física cuántica y estudiar los manuscritos de Böhr antes que atreverme a decirle algo a alguna chica. Los meses pasaron, mi gusto fue in crescendo, aunque lo disimulaba bien -según yo- o de plano la muchacha, con todo respeto, andaba en otro planeta. Me le acercaba con pretextos, que si un cuestionario, que la tarea es muy difícil, que si las matemáticas se me facilitan, las indirectas no funcionan muy bien para algunas personas, así que después de muchas noches de insomnio decidí armarme de valor y decirle lo que sentía. Bueno, me armé de valor a medias, porque de que se lo haría saber, lo haría pero de que fuera a hacerlo en persona lo miraba realmente imposible. Decidí escribirle una carta. Solo recuerdo el inicio de tan preciado manuscrito, era un fragmento de una poesía de Manuel Acuña, Nocturno a Rosario: "Pues bien yo necesito, decirte que te quiero decirte que te adoro con todo el corazón, que es mucho lo que sufro que es mucho lo que lloro, que ya no puede mi alma y al grito que te imploro, te imploro y te hablo en nombre de última ilusión"; luego de estas palabras venía descrito en una prosa muy vulgar lo que mi corazoncito sentía en ese momento. Tardé más de 4 horas en escribir la carta, y más de una semana en decidirme a entregarla; no hubo final feliz.


CONTINUARÁ...

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