Beatriz (I)
Luego de mi nacimiento, el luminoso cielo había vuelto ya ocho veces al mismo punto, cuando apareció por primera vez ante mis ojos la gloriosa dama de mis pensamientos, a quien tiempo después llamé Beatriz, en la ignorancia de cuál era su nombre. Los recuerdos de esta época son vagos pero no por eso carentes de vida. Los días eran tranquilos, los quehaceres de la casa eran mundanos, barrer, trapear y tender camas. Era grave mi situación ya que a esa edad parecía ignorar que hubiese en la tierra un ser llamado mujer. La anatomía no despertaba en mi el menor interés, si saberlo hubiese sido cuestión de jugar, o de un truco decisivo en las canicas o si tener fe de ello fuese decisivo en un juego de rayuela, lo hubiera sabido. Hay que decir las cosas como son, a esa edad leer “mi mamá me mima mucho”, ver caricaturas y dividir cuarenta y cinco entre ocho, esa era la onda, así que saber del género femenino estaba fuera de mi universo.
Decir que la historia se remonta al jardín de niños es una mentira pues a esa edad nada superaba mi interés por los carruseles, los licuados y los juguetes baratos. Tuve la buena o mala suerte de estudiar únicamente unos cuantos meses debido a cuestiones que hasta la fecha no he podido descifrar. Debido al corto tiempo de exposición a los espécimenes con cromosoma XX, los encuentros cercanos en posteriores fechas resultaron ser verdaderas crónicas dignas de los expedientes secretos X. Al tratar de escribir acerca de lo que me pasó detesto cuando la mente juega esa pesada broma llamada olvido; me es difícil recordar los primeros años sobre todo a la poca importancia que le pone uno a la vida, en esos días no existe el mañana, es la inocencia la que se refleja en nuestro rostro, la infancia, la ignorancia de no saber de política, de religión y del dinero. La triada del mal. A lo lejos recuerdo partes, pequeños episodios, días sobresalientes, pequeños milagros. Unos de los últimos días de la segunda semana de Mayo estaba como de costumbre en primaria , sentado en un mesabanco, sólo, para variar, teniendo en la mano un libro abierto. La razón por la que me sentaba sólo en un lugar en el que generalmente se sentaban dos era porque “según la maestra” era demasiado parlanchín, la verdad nunca me ha importado lo que diga la gente. Les decía, el libro abierto en la mano, del que tenía más de media hora que no había vuelto la hoja; la maestra explicando acerca del sujeto y predicado y mi mente divagando en quien sabe que cosa, así era yo, viajado, despistado, taciturno.
Eran las 9 de la mañana y entonces, apareció. Ella era alta y esbelta, vestía un uniforme bien planchado, dos coletas a cada lado de su pequeña cabeza, tenía una cara inteligentemente expresiva, la piel más blanca que había visto hasta ese entonces y unos ojos claros como la mañana, color aceituna, color miel, quien soy yo, ¿acaso un pintor? para poder describir con exactitud el matiz del color de sus ojos, ¡qué ojos!. Quedé encantado de ella en el acto. Pertenecía al tipo de mujer que admiraría a partir de ese momento. No sería mucho mayor que yo, si acaso unos cuantos meses, tenía gracia en cada movimiento de sus manos, me pareció elegante, tenía algo en el rostro que me cautivó.
Nunca me aventuré a acercarme a ella en otro plan que no fuera académico o de índole infantil. Pero tuve en ese momento una honda impresión y un enamoramiento que ejerció sobre mi vida la más poderosa influencia.
Esa mañana vi antes mis ojos una imagen sublime y venerada. En ese momento, en ese instante no tuve otra necesidad y otro deseo tan profundo y tan fuerte de venerar y adorar. La maestra hablaba, y yo enajenado, mis compañeros me dijeron después que estuvo presentando oficialmente a la “nueva” alumna. Su belleza me llevó al limbo y fue el motivo por el que no supe su nombre, y por el que le llamo ahora Beatriz. Había algo en su figura que me atraía y algo en su espiritual rostro me hizo apartar la mirada del resto de su cuerpo. No crean que todo esto duró horas, tampoco puede uno andar con cara de idiota en un salón de clases (aunque hayan materias que lo ameriten), fueron unos segundos que me parecieron eternos, un cielo del que no quería descender, pero al aterrizar nuevamente miré que llegó en un corcel diferente al que hubiera imaginado que llegaría una princesa: una silla de ruedas.
Continuará...
Decir que la historia se remonta al jardín de niños es una mentira pues a esa edad nada superaba mi interés por los carruseles, los licuados y los juguetes baratos. Tuve la buena o mala suerte de estudiar únicamente unos cuantos meses debido a cuestiones que hasta la fecha no he podido descifrar. Debido al corto tiempo de exposición a los espécimenes con cromosoma XX, los encuentros cercanos en posteriores fechas resultaron ser verdaderas crónicas dignas de los expedientes secretos X. Al tratar de escribir acerca de lo que me pasó detesto cuando la mente juega esa pesada broma llamada olvido; me es difícil recordar los primeros años sobre todo a la poca importancia que le pone uno a la vida, en esos días no existe el mañana, es la inocencia la que se refleja en nuestro rostro, la infancia, la ignorancia de no saber de política, de religión y del dinero. La triada del mal. A lo lejos recuerdo partes, pequeños episodios, días sobresalientes, pequeños milagros. Unos de los últimos días de la segunda semana de Mayo estaba como de costumbre en primaria , sentado en un mesabanco, sólo, para variar, teniendo en la mano un libro abierto. La razón por la que me sentaba sólo en un lugar en el que generalmente se sentaban dos era porque “según la maestra” era demasiado parlanchín, la verdad nunca me ha importado lo que diga la gente. Les decía, el libro abierto en la mano, del que tenía más de media hora que no había vuelto la hoja; la maestra explicando acerca del sujeto y predicado y mi mente divagando en quien sabe que cosa, así era yo, viajado, despistado, taciturno.
Eran las 9 de la mañana y entonces, apareció. Ella era alta y esbelta, vestía un uniforme bien planchado, dos coletas a cada lado de su pequeña cabeza, tenía una cara inteligentemente expresiva, la piel más blanca que había visto hasta ese entonces y unos ojos claros como la mañana, color aceituna, color miel, quien soy yo, ¿acaso un pintor? para poder describir con exactitud el matiz del color de sus ojos, ¡qué ojos!. Quedé encantado de ella en el acto. Pertenecía al tipo de mujer que admiraría a partir de ese momento. No sería mucho mayor que yo, si acaso unos cuantos meses, tenía gracia en cada movimiento de sus manos, me pareció elegante, tenía algo en el rostro que me cautivó.
Nunca me aventuré a acercarme a ella en otro plan que no fuera académico o de índole infantil. Pero tuve en ese momento una honda impresión y un enamoramiento que ejerció sobre mi vida la más poderosa influencia.
Esa mañana vi antes mis ojos una imagen sublime y venerada. En ese momento, en ese instante no tuve otra necesidad y otro deseo tan profundo y tan fuerte de venerar y adorar. La maestra hablaba, y yo enajenado, mis compañeros me dijeron después que estuvo presentando oficialmente a la “nueva” alumna. Su belleza me llevó al limbo y fue el motivo por el que no supe su nombre, y por el que le llamo ahora Beatriz. Había algo en su figura que me atraía y algo en su espiritual rostro me hizo apartar la mirada del resto de su cuerpo. No crean que todo esto duró horas, tampoco puede uno andar con cara de idiota en un salón de clases (aunque hayan materias que lo ameriten), fueron unos segundos que me parecieron eternos, un cielo del que no quería descender, pero al aterrizar nuevamente miré que llegó en un corcel diferente al que hubiera imaginado que llegaría una princesa: una silla de ruedas.
Continuará...
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