Colgando
No le veo caso al fingimiento,
lo he querido entender, tanto
y no entendía.
Pensaba que al entenderlo,
develarlo, disectarlo,
dejaría de ser fingimiento.
De tanto querer entenderlo
entendí que no se entiende
pero que no por eso se valida el ser fingible.
Pensé, la tierra, por ejemplo, es franca.
Yo soy más como la tierra.
La tierra no da maíz fingiendo que son estrellas,
la tierra no finge que tiene ríos,
y tampoco los atora,
ni mutila sus cascadas.
La tierra no calla. Grita. Verde, frondosa,
sencilla, hermosa.
La tierra no se queda con la semilla,
la refleja, la devuelve, embellecida,
florida, crecida, franca.
¿Cuál sería el caso de fingir?
¿Querría la tierra pretender que no se muere de basureros?
¿Querría fingir que no se le acaba el agua y le duele el suelo?
Viéndolo así, veo nobleza,
no nos castiga con vivir no floreciendo.
¿Por qué? me preguntaba, ¿por qué?
¿no ha sido suficiente? ¿no era ya hora de un amor sereno?
Y entendí que es porque nunca dejamos de develar velos.
Sí, entendí que, la vida, como la tierra, tiene velos.
El Tacaná tiene un velo de niebla.
Hay mañanas que ni siquiera lo veo
y otras, lo veo a medias,
sólo se muestra por arriba.
Juega con sus velos, lo ayuda el viento,
ondula sus velos como faldas amplias con las manos.
Es un asunto de belleza, se vela para darse aún más bello.
Se vela la tierra, con sus selvas, con sus nieblas.
Eso entendí, que no es lo mismo velarse que fingir.
No me gusta fingir, ni descubrir fingimientos,
pero sí he develado velos.
Tantos, tantos, tantos velos.
Sutilmente, suavemente, he corrido tantos velos.
Lentamente, tal vez en años.
Comienza a veces con un ¿qué se sentirá?
otras veces con un "lo habré vivido".
Hay velos que al abrirlos
develan algo absolutamente insospechado
y otros que sólo cotejan lo esperado.
Hay velos que sabemos antes de correrlos
pero sólo al correrlos nos dan un sentido,
un sentimiento, una sensación, un sabor,
un gozo, un sufrimiento.
Hay velos que corro, con cuidado,
gozo, y luego, con cuidado, cierro.
He pensado que luego puedo volver a abrirlos.
Serán nuevos, si no, no serían velos.
Hay velos que se aferran a estar cerrados.
No son velos.
Los velos que no pueden develarse no son velos.
Eso es lo que sucede,
la tierra nunca nos niega ver una de sus cascadas,
si develamos a través de la selva.
Es fácil.
Deslizo mis dedos por el velo,
palpo, siento, lento, suave.
Sé abrir velos.
He abierto tantos.
velos físicos, velos químicos,
el velo de la hermandad, del gozo,
de la paz. Velos de cuerpos.
De soledad. De amistad. De enemistad.
No, no todos los velos son serenos.
He lamido mis heridas como un perro.
He develado al cansancio infinito,
el agotamiento eterno.
He develado la angustia sin nombre,
sin fin, sin luz al final del camino.
Eso es. Ahora lo entiendo.
Es que sigo develando.
Eso es. Ahora lo veo.
Y me asusta.
Al borde de las lágrimas me asusta.
Tengo tres grandes pequeños velos en las manos,
suaves, diferentes, agitados.
No soportaría tras develarlos que no fuesen serenos.
Esos ya no son velos opcionales.
Eso es, ahora lo veo.
Tanta miseria humana, tanta, he develado.
No me gusta,
soy cobarde,
no me gusta la miseria humana de frente.
¿no eran velos opcionales?
Eso es entonces,
de eso se trataba,
es que yo iba a develar el fingimiento:
bárbaro, crudo, lacerante,
cobarde, carroñoso, putrefacto.
Eso era. Eso era.
Me baña en lágrimas, litros de lágrimas.
Pero eso era.
Araño la pared, aúllo, me quiero arrancar la piel.
¿Querría por eso que la vida fuese
entonces bardas en lugar de velos?
No, ahora lo veo.
Tengo tres grandes pequeños velos en las manos,
suaves, diferentes, agitados.
Me asusta, sí.
Y no entiendo el fingimiento,
no me gusta,
no lo ejerzo.
Pero la lucha no es entenderlo,
esta lucha furiosa, intuyo,
es para no permitirme
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