Hace tanto que las calles de este lugar se han vuelto más espaciosos, más lóbregas y más anchas, gracias a tu ausencia que no he podido justificar y comprender muy bien; ahora, sin tu latido, hasta puedo oír las ratas en las paredes, las mismas ratas que roen los cables de la instalación, las mismas que se comen migaja a migaja la comida que dejaste la última vez que cenamos juntos.
Así transcurren mis días, entre una mesa cubierta de polvo. A veces, a deshoras, me llego a despertar repentinamente y me embarga una ansiedad de querer limpiarlo todo, de remediarlo todo con acomodar mi cuarto. Aún así, al final de la semana, nuevas capas y cortezas sutiles de polvo se han depositado sobre todas las cosas, las mías que solían ser tuyas, las tuyas que nunca fueron de nadie, y que de nadie nunca fuiste como ahora no soy nada de ti. Dejo todas las puertas y ventanas abiertas, ¿para qué? no lo sé, pero las dejo abiertas, para que si algún día regresas, no dejes de entrar.
Después de que te conocí un 28 de Julio y tuve la oportunidad de cruzar palabra contigo, sucedió algo curioso, después de haber visto “I, Robot” en el cine, me despedí muy conmovido por tu belleza, que a decir verdad me golpeó como un rayo, pero como quien dice un rayo que te deslumbra y luego se desvanece, o sea sin dejar en mi la menor inquietud en el sentido que pudiera esperar un segundo capítulo para ese primer encuentro, esa sensación de compañía. Digamos que ese día fue como una estrella fugaz que atraviesa tu camino y sigue de largo. Fue la franqueza de tus palabras, la aparente dureza de tu carácter; en mi planeta este tipo de mujeres eran reinas, incapaces de mirar a sus pies, ciegas par a la existencia de seres débiles como yo. Tu boca, su risa, tus palabras cual fuego escupido por el hocico de un dragón eran capaces de amedrentar mi mundo, de sacudir mi cielo y por qué no, de un día decirme te quiero. ¡Sí!, todos sabrán que estoy quemado, pero ninguno sabrá que por tus llamas.
