Día Soleado (IV)
Primera parte
Segunda parte
Tercera parte
Cuarta parte
Su presencia tenía algo de bondad, sus palabras muchas veces calmaron mi dolor al hablarme en un lenguaje que me resultaba divino. Nunca me atreví a más, a quererla querer. ¡Cobarde!. Los meses pasaron, las hojas caían, los frutos nacían y yo con mi sentir anidado, hibernando en espera de algún día armarme de valor. Al año siguiente, mi ilusión se había convertido en sólo eso, no había un deseo por convertirlo en realidad. Es quizás la baja autoestima el principal problema, es esa estúpida idea de no sentirse digno de merecer el cielo, como si un enfermo dijera no merecer el hospital aún cuando este se está muriendo. ¡Pardiez! “porque puedo mirar el cielo, besar tu manos, sentir tu cuerpo, decir tu nombre...”.
Cuanto hubiese dado esos días por regresar el tiempo atrás y volver a mi época de infante. En las noches, frente a mi casa, a la orilla de la calle custodiada por la oscuridad de la noche se encontraba un árbol, no era de mango, ni almendra, ni ceiba, ni de aguacate, ni ninguno de los árboles suntuosos y aromáticos que debería crecer en una tierra tan fértil como la mía, sino, más bien parecía un árbol común y corriente, cargado de lluvia, de frutos ausentes, de nidos de pájaros, un árbol de laurel, pequeño pero gigantesco en recuerdos, por ese motivo era mí árbol y de nadie más. Muchas noches sin estrellas me senté a sus pies, guitarra en manos a entonar canciones que me hacían recordarla. El árbol se alimentaba de mis sueños que flotaban en el aire cuando me pasaba horas enredado en mis propias especulaciones.
Un día, al no soportar que alguien más lograra conquistar su corazón decidí recurrir a una táctica diferente. No sabía a quien acudir, en quien desahogarme, en qué hombro llorar. Curiosamente, una de las que yo consideraba era una de sus mejores amigas notó en mi semblante un tono de agonía y súplica así que cierta mañana se me acercó y me dijo, ¿qué tienes?. Esa era la señal que yo esperaba, una frase cual válvula, me diera la pauta para contarle a alguien lo que aquejaba a mi alma, mala táctica. Me escuchó atentamente, al tomar la palabra me dijo: “No, Otto, no te esfuerces, ni te ilusiones, tú no eres su tipo, a ella le gustan los tipos ... -aquí al momento que ella me describía con pelos y señales el “tipo” de personas que supuestamente le gustaban mi ánimo se cayó por los suelos-. ¡Nunca más! -dije- por segunda vez en la vida. Y por segunda vez me equivoqué, callé cuando tuve que haber abierto la boca, bien dicen que al que no habla ni Dios lo escucha, cómo pretendía hacerle saber de mi existencia a alguien a quien nunca expresé mis sentimientos. Aunque me hubiese dicho: “sabes qué, estás más feo que mandado a hacer...” o cosas por el estilo por lo menos no tendría esas espinas que a través de los años se van acumulando sobre nosotros y que algún día terminan crucificándonos con la forma pluscuanperfecta del verbo `haber´, hubiera.
Cuanto hubiese dado esos días por regresar el tiempo atrás y volver a mi época de infante. En las noches, frente a mi casa, a la orilla de la calle custodiada por la oscuridad de la noche se encontraba un árbol, no era de mango, ni almendra, ni ceiba, ni de aguacate, ni ninguno de los árboles suntuosos y aromáticos que debería crecer en una tierra tan fértil como la mía, sino, más bien parecía un árbol común y corriente, cargado de lluvia, de frutos ausentes, de nidos de pájaros, un árbol de laurel, pequeño pero gigantesco en recuerdos, por ese motivo era mí árbol y de nadie más. Muchas noches sin estrellas me senté a sus pies, guitarra en manos a entonar canciones que me hacían recordarla. El árbol se alimentaba de mis sueños que flotaban en el aire cuando me pasaba horas enredado en mis propias especulaciones.
Un día, al no soportar que alguien más lograra conquistar su corazón decidí recurrir a una táctica diferente. No sabía a quien acudir, en quien desahogarme, en qué hombro llorar. Curiosamente, una de las que yo consideraba era una de sus mejores amigas notó en mi semblante un tono de agonía y súplica así que cierta mañana se me acercó y me dijo, ¿qué tienes?. Esa era la señal que yo esperaba, una frase cual válvula, me diera la pauta para contarle a alguien lo que aquejaba a mi alma, mala táctica. Me escuchó atentamente, al tomar la palabra me dijo: “No, Otto, no te esfuerces, ni te ilusiones, tú no eres su tipo, a ella le gustan los tipos ... -aquí al momento que ella me describía con pelos y señales el “tipo” de personas que supuestamente le gustaban mi ánimo se cayó por los suelos-. ¡Nunca más! -dije- por segunda vez en la vida. Y por segunda vez me equivoqué, callé cuando tuve que haber abierto la boca, bien dicen que al que no habla ni Dios lo escucha, cómo pretendía hacerle saber de mi existencia a alguien a quien nunca expresé mis sentimientos. Aunque me hubiese dicho: “sabes qué, estás más feo que mandado a hacer...” o cosas por el estilo por lo menos no tendría esas espinas que a través de los años se van acumulando sobre nosotros y que algún día terminan crucificándonos con la forma pluscuanperfecta del verbo `haber´, hubiera.
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